Silencio (relato. Parte 2)


A pesar de eso, el carro tenía su encanto. El motor era diesel por lo que Q50 eran suficientes para recorrer la ciudad durante semana y media. Me evitó gastar en gimnasio porque girar el timón era extremadamente agotador. Además la batería se moría constantemente y tenía que empujar, yo solo por lo general, un carro de una tonelada para hacerlo arrancar. Tan especial llegó a ser el picop que hizo varias apariciones estelares en nuestros videos que debíamos de grabar para un curso de audiovisual en la universidad.

Angus, Willow, Daffy y yo estábamos bebiendo en una fiesta. No recuerdo exactamente dónde era, ni de quién. Sin embargo recuerdo que no nos dio tiempo de chupar mucho, porque nos enteramos que en casa de un amigo se había organizado otra mega fiesta, aprovechando la ausencia de sus viejos. Cuando nos enteramos se podría decir que estábamos cabezones, alegres, pero no borrachos. De pronto me doy cuenta que justificarse a uno mismo para minimizar las consecuencias es un mecanismo de defensa muy vulgar. Sin embargo, esa era la realidad.

Siendo Guatemala el país del nunca Jamás, el concepto de conductor designado ha sido algo que nunca ha existido dentro del léxico de un asiduo bebedor. No suele aplicarse regularmente, mucho menos por patojos de 20 años. Y como el picop era mi nave, casi siempre era yo quien manejaba, sin importar si habían sido dos cervezas o dos botellas de XL, siempre manejaba yo. También manejaba yo porque nadie más quería hacerlo. – Esa tu mierda es muy dura – me decían usualmente. – Huecos – decía para mi mismo.

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– Vamos a la casa del gordo, supuestamente va a estar de ahuevo – dijo Daffy al enterarse de la noticia. Sin pensarlo nos tomamos las cervezas que teníamos en la mano y nos fuimos a la casa del gordo.

En la cabina íbamos Willow y yo. Atrás Daffy y Angus. Por lo general cuando había una chica en el grupo, al ser yo el chofer (porque básicamente eso era lo que era) al menos me recompensaban con la compañía femenina. Pero, y en estos casos casi siempre había un pero, igual también tenía que aguantar las estupideces que se montaban atrás. Recuerdo una ocasión en la que, saliendo de la U, cada que pasaba un carro a la par mía bocinaba y quienes fueran en él se reían al verme. Por el retrovisor veía a los culeros de mis cuates cagándose de la risa. Los hijos de puta habían pegado un papel que decía “el que está manejando es hueco”.

– No vayan a hacer muladas muchá – les dije amenazante cuando salimos. Eso en clara referencia a todas las cosas que me habían hecho antes. Pero, al ser el menor, mis amenazas pocas veces eran tomadas en serio. En cambio, por alguna razón, eran utilizadas como retos para hacer todo lo contrario a lo que yo decía.

Ninguno de nosotros, excepto Daffy, conocía la casa a donde íbamos. Por alguna conversación que yo había tenido con el gordo en el campus de la U, tenía la idea de que vivía por el edificio de canal 3, en la colonia mariscal o algo por el estilo. De todas formas Daffy si conocía el lugar, así que no había ningún problema. De que llegábamos, llegábamos.

El asfalto del periférico estaba mojado por una llovizna que había caído hacía unos minutos. El cielo igual permanecía despejado y estrellado. Con goteras en los vidrios de adelante y de atrás y hoyos en el suelo por los que se colaba el agua, Willow y yo agradecimos que el amago de lluvia había sido sólo eso. Íbamos platicando de todo y nada, charla que se veía constantemente interrumpida por las carcajadas que ella soltaba al ver las estupideces que Angus y Daffy hacían atrás.

– Cruzá aquí – me dijo Daffy al llegar justo antes de la entrada a hiper. La entrada de la colonia estaba custodiada por una garita de seguridad y dos policías particulares. – Licencia o cédula – me dijo uno de ellos. Medía aproximadamente 1.50. Moreno oscuro y con un diente de latón. – ¿A dónde se dirige? –. Malditas garitas de seguridad en las que uno tiene que decir hasta a qué hora cagó. Pasado ese ridículo control de “seguridad” nos adentramos en la colonia.

A unos 30 metros, un túmulo me hizo bajar la velocidad. Cuando las llantas de atrás saltaron el obstáculo, Angus y Daffy saltaron con él. Inmediatamente se pararon para simular que iban montados sobre una tabla de surf. Hacía un par de meses esa broma la habíamos realizado en el carro de Willow, quien también tenía un picop (sólo que más nuevo, sin hoyos por todos lados y la pintura completa y nítida). En esa ocasión íbamos en la parte de atrás Angus, Daffy y yo. De igual forma simulamos que surfeábamos, mientras Willow aceleraba y manejaba descontroladamente por todo el estacionamiento de la U. Como última maniobra, decidió estacionar el carro bruscamente. Giró violentamente, pero yo todavía estaba parado. El brusco movimiento me lanzó por el aire, pero, afortunadamente logré caer de pie. Por la inercia del movimiento, seguí corriendo unos 20 metros más y al caer me desguincé la rodilla, lo que me obligó a utilizar una venda y a cojear por unas dos semanas.

– ¡¡Puta muchá!! No sean mulas, siéntense – el menor del grupo regañaba a los otros dos, tal cual profesor de escuela primaria. Al momento en que ponía en marcha, automáticamente empezaban a brincar. 


Tal cual papá enojado porque sus berrinchudos hijos no le hacen caso, detuve la marcha, abrí la puerta violentamente – ¡¡A LA VERGA PEDAZOS DE CEROTES, ESTENSE QUIETOS O LOS VERGUEO!! –. Frustrado entré en el carro, comprendiendo que mis gritos no harían más que alimentarles la gana de chingar y sacarme de mis casillas.

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